Una intrusa en el salón

Fotos: Gentileza Peluquería para hombres.

En avenida Irarrázaval 1824 una antigua casa color ocre alberga la Peluquería para Hombres de Francisco Gutiérrez. En su interior imágenes de Elvis Presley, Al Pacino y Marlon Brando decoran las paredes; al fondo latas de cerveza cubren una muralla de techo a suelo. Una cronista narra su experiencia al ingresar a esta atmósfera setentera y, sobre todo, cargada de testosterona.

Por María Ester Valenzuela.

Son las cuatro de la tarde con veinte minutos y un hombre estaciona su moto en avenida Irarrázaval, frente al número 1824. Se saca el casco y deja relucir una cabeza calva y dos aros con forma de argollas en la oreja izquierda. En su cara brilla un piercing en una de sus cejas y una barba fina, que parece dibujada.

Al bajarse de la moto el hombre saca unas llaves para abrir un candado que está al pie de una cortina metálica. Pero antes de inclinarse hacia el candado, repara en mí y me pregunta: “¿Y Ud. viene a cortarse el bigote?”. “Sí, con navaja”, le respondo, luego de haber esperado veinte minutos en la puerta de su peluquería sólo para hombres. Me invita a entrar y me pregunta qué necesito.

Se llama Francisco Gutiérrez, es conocido como Manos de tijera o simplemente Pancho. Llegó tarde. La peluquería abre a las cuatro.

Al entrar al salón, a pesar de lo oscuro que está, se notan las coloridas paredes, recargadas de cuadros y afiches setenteros de películas, cantantes y actores, entre ellos Al Pacino, Elvis Presley, Marlon Brando, e incluso Coco Legrand, junto a una que otra imagen de Marilyn Monroe. Al fondo, latas de cerveza de diversas marcas cubren una muralla de techo a suelo. En una mesita de madera junto a las latas, se encuentran algunas revistas: Tattoo Rockers, Capital, Men’s Health, entre otras.

Al centro del local dos grandes espejos se ubican frente a dos sillas de cuero negro, cada una junto a una mesa de vidrio donde se exhiben diferentes tipos de tijeras, peinetas y antiguas máquinas rapadoras, que sólo están de adorno. Estos objetos son los que permiten distinguir que se trata de una peluquería y no de un bar.

“Me saca una foto y la sube a la cuenta de Instagram de la peluquería”.

Pancho aún tiene la cortina a medio subir. Antes de abrir se dirige al baño para lavarse los dientes. Se demora aproximadamente quince minutos, luego se aplica hilo dental, durante otros cinco minutos más, y enchufa el refrigerador que está frente al baño, donde hay algunas cervezas Heineken. “Es la habitación que todos quisieran tener”, dice como si pensara en voz alta, mientras termina de subir la cortina metálica.

Un muchacho de unos veinte años pregunta en la entrada si está abierto. “Se cortó la luz, no puedo atenderte”, le responde Pancho y agrega: “estoy hueveando, pasa”. El muchacho se ríe y entra. Pancho repara en la expresión de la cara del cliente al verme. Me siento incómoda y pienso: “¡Qué hago aquí!”.

Suena un celular. “¿Contesto yo?”, pregunta Pancho. “No, es mi mamá”, dice el muchacho y siguen con una conversación sobre alimentación sana. El chico estudia nutrición y Pancho lo sabe, no es primera vez que va a la peluquería. “¿Cómo está tu mamá?”, le pregunta el peluquero. La expresión facial del muchacho cambia drásticamente y duda antes de responder: “No muy bien”. Se hace un silencio incómodo.

La entrada de un hombre rompe el silencio. Saluda al peluquero, a su cliente y a mí. Pancho al saludarlo, agrega: “Ella viene a servir café”, se ríe y yo también. Siento que cada vez me cohíbo más.

Mientras Pancho sigue cortando el pelo del muchacho, me sugiere que revise la cuenta de Instagram de la peluquería. Hay más de mil fotos: tatuajes, graffitis, cortes de pelo, memes, una que otra imagen de Allende y muchas de Pinochet.

El hombre que llegó se instala en uno de los sofás negros a esperar su turno y luego de unos minutos sus ojos están cerrados. Manos de tijera aprovecha la ocasión para tomarle una foto con su celular y subirla a la cuenta de Instagram de la peluquería. Me muestra la foto, y luego me saca una a mí, que también sube. Un par de minutos después un hombre comenta en Instagram: “¿Qué pasó ya no es club de Toby? Tssss”. Pancho, ofendido responde: “Y qué tengo que explicar huevvvv!”. Fue casi un halago haber causado esa pequeña controversia, casi.

Sobre la autora: María Ester Valenzuela es alumna de segundo año de Periodismo y este artículo es parte de su trabajo en el curso Narración Escrita impartido por el Profesor Manuel Fernández.