#TodosSomos Harry Potter

Ilustración: Hernán Kirsten

En junio de 1997 se puso a la venta en Inglaterra el libro Harry Potter y la Piedra Filosofal, la primera entrega de una saga de siete libros y ocho películas. Durante más de una década fueron miles los niños que esperaron las novelas, vieron las cintas y llenaron sus casas con el merchandising relativo al mago. Los personajes fueron creciendo al mismo tiempo que los fanáticos. Una de ellas nos cuenta cómo fue madurar junto al niño que vivió.
 Por Consuelo Ferrer

Era julio de 2001 y estaba en vacaciones de invierno. Yo tenía ocho años y el mayor de los seis primos con los que pasaba esas semanas tenía 14. Era una de esas tardes eternas de lluvia cuando vimos en la televisión la sinopsis de una película que estaba en cartelera. Un niño con lentes era encerrado en un clóset y un adulto le gritaba: “¡Comprende que no existe la magia!”. El protagonista descubría que era en realidad un mago. Para matar el tiempo, les pedimos a nuestros papás que nos llevaran al cine. Así fue como terminamos viendo Harry Potter y la Piedra Filosofal.

Nunca pensamos que esos 153 minutos fueran a cambiar algo en nosotros, pero lo que nos mostró la pantalla gigante nos encantó para siempre: las escobas, los duendes, la figura del villano espectral que nos ponía los pelos de punta, el perro gigante de tres cabezas. J.K Rowling había pensado para nosotros un mundo minucioso, mágico y sensible. No sólo la propuesta visual era atractiva, sino que el argumento nos llegó: empatizamos con el niño huérfano que encontraba en ese mundo improbable una nueva familia que se adivinaba incondicional.

Cada año la nueva película era un punto fijo en nuestras vidas. Muchas cosas podían pasar en esos 12 meses, pero siempre volvíamos a encontrarnos en esa sala de cine, listos para seguir con una tradición que terminó por unirnos más que ninguna otra ocasión familiar.

Desde ese día fuimos desarrollando un fanatismo irreversible: Harry Potter era nuestro único tema de conversación, esperábamos los libros, íbamos a los estrenos de las películas, juntábamos los álbumes de láminas, comprábamos los juegos de Nintendo, encargábamos al extranjero varitas y giratiempos. Pero el punto máximo de fanatismo lo alcanzamos ese verano y los dos que le siguieron. Se nos ocurrió un día, jugar a que éramos los personajes de la saga.

El juego duraba las 24 horas del día y trasladamos el mundo de Harry Potter a la casa que compartíamos durante todo el verano. Usábamos ropa con los colores de los uniformes de Hogwarts, almorzábamos en el Gran Comedor, el patio se convertía en el Bosque Prohibido, teníamos cuadernos de Pociones y Herbología. Incluso empezamos a ignorar las reglas establecidas e inventamos personajes inexistentes, hicimos hablar a las lechuzas y creamos tramas propias.

Libro de la colección personal de Consuelo.

Cada año la nueva película era un punto fijo en nuestras vidas. Muchas cosas podían pasar en esos 12 meses, pero siempre volvíamos a encontrarnos en esa sala de cine, listos para seguir con una tradición que terminó por unirnos más que ninguna otra ocasión familiar. Al principio íbamos a ver las películas en el cine de Chillán, donde solamente llegaban dobladas al español. Luego de la tercera película, cuando ya todos empezábamos a hablar inglés y nos molestaban las voces en español latino, viajábamos a Concepción a verlas subtituladas. Vimos cómo los personajes iban apareciendo más roncos, más despeinados y mucho más altos. Mis primos también habían crecido centímetros y bajado sus tonos de voz.

Harry dio su primer beso cuando nosotros empezamos a agregar en el rito a nuestros primeros pololos; los hermanos de Ron salieron de Hogwarts cuando los primos mayores entraron a la universidad; y Harry enfrentó la muerte de Cedric cuando nosotros enfrentamos la de nuestro abuelo. Todo a nuestro alrededor iba cambiando, incluso nosotros mismos, pero cada julio entre 2001 y 2011, los siete primos estábamos ahí.

Cuando empezamos a ir al cine, los más chicos estábamos en cuarto básico y la mayor en segundo medio. En 2011, cuando se estrenó Harry Potter y las Reliquias de la Muerte Parte 2, la última película, los más chicos estábamos en nuestro primer año de universidad y la más grande se estaba titulando de arquitecto. Ese día no sólo terminaba nuestra saga favorita, sino también nuestra infancia.

Para la primera película el protagonista de Harry Potter tenía 11 años, para la última había cumplido 21.

Descubrimos en el clímax de la película, de pronto y con llanto desatado, que habíamos crecido. Que la secuencia de escenas a modo de racconto que mostraba la pantalla, reflejaba también lo que nosotros habíamos pasado. Que Harry enfrentando finalmente a Voldemort era para una parte de nosotros, también el fin. Y que, al igual que los protagonistas de la saga de nuestra infancia, estábamos terminando como empezamos: juntos.

Sobre la autora: Consuelo Ferrer es alumna de quinto año de periodismo y escribió este artículo como colaboradora de Km Cero. La columna fue editada por Gabriela Campillo como parte de su trabajo en el Taller de Edición en Prensa Escrita, impartido por el Profesor Enrique Núñez Mussa.