Ecoaldeas Made in Chile

Ilustración Mathias Sielfeld

Comunidades lejos de la ciudad que buscan ser autosustentables. Sus habitantes reciclan desde latas y vidrios hasta excremento humano. Hace ocho años no existía ninguna ecoaldea en el país. Hoy hay más de 20 en desarrollo.

Por Valentina Echeverría

Con las piernas cubiertas de barro seco, Nicanor Canales corre tambaleándose entre la maleza. Tiene dos años, el cuerpo delgado y toda la ropa empolvada. Toma una hoja del suelo y se la muestra a Emanuel, su papá. Después recoge un fruto de entre la tierra, balbucea algo inentendible. Mete la mano en la lombricera –un cajón de madera donde una tropa de gusanos convierte la basura orgánica en abono–, saca una mezcla de paja, hojas de acelga, insectos y, con naturalidad, se la ofrece a Emanuel. La escena es cotidiana en el ecocentro El Espino, un campo de tres hectáreas ubicado en Cauquenes. Entre árboles frutales, ahí hay una huerta donde crecen verduras, quínoa, hierbas medicinales y otros vegetales. También hay gallinas, patos y sesenta colmenas de abejas.

En el ecocentro viven cuatro personas: Emanuel Canales, fundador de El Espino, su ex pareja, Magdalena, su hijo Nicanor y Lorenzo, un voluntario que ayuda en distintas labores para el desarrollo del ecocentro. Según Emanuel, ellos no tienen una “espiritualidad definida” y, a medida que vayan llegando más integrantes, dejarán eso a criterio de cada persona. Por las noches, todos duermen en carpas mientras terminan de construir un domo de adobe que será su primera casa. El baño es una letrina que no ocupa agua, diseñada para convertir en abono los desechos.

Aunque llevan cinco años viviendo de esa forma, todavía lo que cultivan no les alcanza para vivir, y en ocasiones tienen que comprar en un supermercado. Eso es justamente lo que les hace falta para ser una ecoaldea propiamente tal: ser autosustentables.

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Según la definición de la Red Mundial de Ecoaldeas (Global Ecovillage Network), éstas son comunidades de personas que buscan reducir el impacto de sus vidas en la naturaleza, y depender lo menos posible de los insumos externos. Para eso, integran diversos aspectos del diseño sustentable: consumen poca agua y la tratan con métodos naturales, reutilizan la basura, producen su propio alimento y usan fuentes de energía renovables, entre otras técnicas. La primera ecoaldea se fundó en 1931 en Suecia, y durante los años setenta comenzó un boom de estas comunidades en el hemisferio norte. La española Matavenero, donde han nacido alrededor de 40 niños, es una de las más conocidas hoy.

En Chile, en cambio, las ecoaldeas comenzaron a formarse hace sólo ocho años y ninguna supera los 40 miembros permanentes. La mayoría es parte de la red EcoChile. Según cifras de la organización, existen entre 15 y 30 de estos proyectos desarrollándose en el país. El financiamiento depende de cada ecoaldea y, por el poco tiempo que llevan funcionando, la mayoría de ellas aún no son completamente autosustentables.

“Vivimos de milagro”, dice Emanuel Canales. “Los cursos ayudan, la apicultura ayuda. De repente salen asesorías también”. El verano pasado, en El Espino ofrecieron un taller de dos semanas de permacultura –o “diseño de hábitats sustentables”– que costaba 180 mil pesos por persona. La agrupación BioANTU –agrupación de ambientalistas dedicada a la promoción y creación de Asentamientos Humanos Sustentables–, dicta permanentemente clases que van desde los 10 mil pesos, y desarrolla proyectos para particulares. Sin embargo, existen ecoaldeas que no ofrecen cursos y subsisten con cuotas que pagan sus miembros, como Andalicán, ubicada en Caleu.

En países que llevan más tiempo con iniciativas de este tipo ha surgido el concepto “ecovillagetourism”: un tipo de turismo verde en el que las personas pagan por visitar estas comunidades. En Chile aún no se desarrolla el concepto, pero Raymond Lodge, fundador de Andalicán, no descarta esa clase de servicios en su ecoaldea en el futuro: “Queremos tener varias aristas que nos permitan generar recursos aquí mismo: tener cabañas para recibir gente, hacer terapias, cabalgatas nocturnas y vender productos gourmet”, dice Raymond.

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Francisco Torres estaba sentado en medio del bosque nativo de la reserva HuiloHuilo cuando escuchó por primera vez la palabra “permacultura”. Su amiga Javiera le contó sobre esta rama de la sustentabilidad que sistematizaba distintas técnicas de diseño –del paisajismo a la ingeniería–, generando un movimiento de orden mundial. Francisco quedó prendado con la idea y empezó a averiguar más sobre el tema. Cuando volvió a Santiago armó una lista con nombres de ecoaldeas, renunció a su trabajo como consultor de energías renovables, compró un pasaje a Puerto Williams y comenzó un recorrido por la Isla Navarino. Después siguió hacia a Argentina, donde se quedó un año trabajando en distintas fincas ecológicas como voluntario.

El voluntariado es una de las formas más comunes de acercarse a las ecoaldeas. La mayoría de los proyectos están abiertos a recibir curiosos como Francisco, personas que quieran aprender sobre este estilo de vida y ayudar en tareas agropecuarias y de construcción. Es también una forma de conocer bien a las integrantes de una comunidad antes de entrar. Porque, más allá del cansancio físico, del clima adverso o de las dificultades de supervivencia, la principal amenaza para una ecoaldea –según los entrevistados para este reportaje– son las relaciones humanas. “No se rigen por lógicas racionales. Estás sujeto a las rayadas de cada uno, a sus conflictos internos, a sus problemas emocionales. Por eso es tan importante poder desarrollar un buen sistema de toma de decisiones y elegir a las personas adecuadas para vivir juntos”, cuenta Emanuel.

Quienes habitan las ecoaldeas las conciben como la respuesta ante la escasez de recursos que existirá si se mantiene el actual ritmo de desarrollo. Pero para Emanuel la discusión debe ir más allá de cómo conseguir energía o alimentos: “El meollo es el paradigma de crecimiento infinito. El modelo de crecimiento actual no es sustentable. La permacultura tiene que ver con cómo podemos proyectar la cultura humana infinitamente, y eso se da en las ecoaldeas”, dice.

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El terremoto del 27F impulsó la creación de estos asentamientos en Chile. La emergencia permitió a muchas personas acercarse a la permacultura y fomentó el trabajo en conjunto con los gobiernos regionales. Fue lo que pasó en Chanco. Francisco Torres llegó a la municipalidad ofreciendo ayuda y le pidieron que trabajara en la localidad de Carreras Cortas. Por nueve meses, 16 voluntarios vivieron de manera permanente ahí. En ese período construyeron 22 casas ecológicas, capacitaron “ecolíderes” e hicieron baños secos. “BioANTU no ha parado desde ahí”, cuenta Francisco. Hoy sus socios están dispersos en distintos lugares, mientras reúnen dinero para comprar un terreno en Santa Cruz y consolidar una nueva ecoaldea.

Un objetivo similar tienen en El Espino. “Yo creo que el problema está en pensar tan macro, porque se te olvida que hay que partir de lo pequeño. En este momento estamos enfocados en consolidar el ecocentro y, más adelante, queremos armar una ecoaldea con la misma gente que vayamos conociendo acá”, dice Emanuel. Si llegan más familias con niños, formarán una escuela y así Nicanor, entre lombriceras y barro, saldrá a recreo en medio del campo.

Sobre la autora: Valentina Echeverría es alumna de quinto año de Periodismo y este artículo es parte de su trabajo en el curso Taller de Prensa Escrita, dictado por el profesor Sebastián Rivas.