La nueva vida de La Madrastra

Desde que protagonizó la famosa teleserie de Canal 13 en 1981, Yael Ünger se transformó en un nombre conocido para los chilenos. Pero Yael no siempre fue Yael. Antes de eso fue Julia, después Ishani y hoy otra vez es Julia. Nombres distintos para etapas –muy– diferentes de su vida.

Por Carolina Álvarez Rossat

Yael Ünger se pasea por un abarrotado teatro del Club Providencia, ubicado en Avenida Pocuro. Es la mañana del 8 de junio pasado y ella viste de negro riguroso: pantalones, botas y una polera holgada de manga larga que cae sobre sus caderas. El color de la ropa hace que su piel luzca aún más clara de lo que es, su pelo blanco aún más blanco y sus ojos color celeste-agua, aún más celeste-agua. Camina erguida, con movimientos fluidos pero certeros. Parece que flota. Puede que sea por su modo, sus rasgos o porque protagonizó una de las teleseries más vistas en Chile –La Madrastra, en 1981–, que no pasa inadvertida. Entre las cerca de 700 personas que hay en el lugar, una mujer le comenta a otra: “ahí está la Yael Ünger. La vi en la tele hablando de esto y me dieron ganas de venir”.

Yael Ünger Kremer nació en Montevideo, Uruguay, el 4 de julio de 1941 con el nombre de Julia Gabriela. Sus padres eran judíos de origen húngaro y llegaron a Sudamérica huyendo de los “horrores del holocausto”, según cuenta el director teatral Gustavo Meza, quien fue el segundo marido de la actriz. Cuando Julia tenía cinco años, la familia emprendió el viaje a Chile.

De adolescente, Ünger se unió a un grupo juvenil judío en el que también participaba su pololo. La organización era similar en su estructura a la de los boy scouts, con divisiones por subgrupos y monitores al mando. Pero el objetivo era distinto: ir a vivir a un kibutz para construir la patria.

Los kibutz, le contaron a Julia, eran comunidades agrícolas israelíes autosustentables. Fueron esenciales en la creación del Estado de Israel, ya que el entrenamiento militar de sus miembros les permitía patrullar y defender las zonas fronterizas en las que se establecían.

— Mi papá se opuso terminantemente a que me fuera. No me dejó partir con el grupo, pero lo hinché, hinché, hinché hasta que me dijo “ya” –recuerda hoy Julia riendo–. Entonces, terminé el colegio y me fui.

Ünger partió a Israel en 1960 y se quedó cinco años, dos de los cuales vivió en un kibutz. Los primeros seis meses se quedó con su abuela y dos tías, hermanas de su mamá. Con facilidad para aprender idiomas –habla español, húngaro, inglés, portugués y un poco de francés–estudió un semestre de hebreo en Jerusalén. Luego se fue al kibutz, donde se reencontró con su pololo y el resto del grupo. Al poco tiempo se casó con él y quedó embarazada de Dafna.

— ¡Yo ni sabía lo que era cambiar un pañal! Pero ahí todo estaba solucionado. Las cosas se hacían entre todos, no tenía que preocuparme ni de cocinar. Después aprendí y terminé trabajando con guaguas.

Quizás fue el deseo de una vida más privada, o la partida de muchas parejas jóvenes lo que motivó a Julia y su marido a dejar la comunidad. Pero, en realidad, ella no sabe la razón, sí que en Jerusalén las cosas cambiaron: el matrimonio andaba mal y Julia volvió, ahora con Dafna, a Chile en 1965.

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— Yo estaba en el colegio cuando me preguntaron: “¿qué quieres ser cuando grande?” Tenía seis años y dije: “actriz”. No tengo idea de cómo lo supe, pero nunca lo dudé.

Julia amaba el teatro, pero guardó esa pasión en un cajón y la enterró por un tiempo para ir a Israel. Una vez en Chile se le presentó una oportunidad cuando la Universidad de Chile abrió cupos para un curso nocturno.

Por un año trabajó durante el día y por las noches realizaba los talleres de actuación. Más tarde decidió entrar a la Escuela de Teatro en la misma universidad. Coincidió que su marido –que había regresado de Israel– también estaba en esa escuela, un año más adelante que Julia. Así, ambos volvieron a vivir juntos con Dafna, y buscaron un trabajo que calzara con sus horarios de estudio.

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Cuando egresó de teatro, en 1969, Julia comenzó una relación sentimental con el director teatral Gustavo Meza. Meza –quien había sido su profesor– cuenta que la relación se inició durante la presentación de una obra en Concepción. Producto de eso, Ünger se separó de su marido y Meza de su mujer, la actriz Delfina Guzmán.
Junto al actor Tennyson Ferrada, en 1974 la pareja fundó la compañía Teatro Imagen, de la cual Meza aún es director. El proyecto surgió como una forma de enfrentar y darle un sentido al momento político que se vivía en Chile: la dictadura de Augusto Pinochet.

— La sorpresa como actriz, la dio en las tablas no en la televisión –dice Gustavo acerca de Julia–. El salto que se pegó en teatro fue muy importante, ahí fue donde evolucionó, se perfeccionó, mejoró la voz y se barajó fantásticamente bien en análisis de personajes — dice Meza.

Por esos días, Ünger cambió su nombre por uno en hebreo: Yael, con el que se comenzó a hacer conocida en el ambiente televisivo.

Así grabó su primera serie audiovisual en 1972, La sal del desierto. Pero, fue su rol protagónico en La Madrastra de Canal 13 el que la consagró entre los televidentes en 1981. En la historia interpretaba a Marcia, una mujer que estuvo en prisión durante 20 años por un asesinato que no cometió. Su marido le dijo a sus hijos que su madre estaba muerta. Por eso, cuando Marcia fue liberada, obligó a su esposo a casarse nuevamente con ella, transformándose en la madrastra de sus propios hijos.

— La Madrastra fue un fenómeno social más que televisivo –recuerda Óscar Rodríguez, el director de la teleserie–. Parte importante de la gente no supo hacer la distinción entre ficción y realidad. Yael era adorada y consolada por las personas. Vivir eso fue raro, fue medio esquizoide.

Ünger acumula 21 producciones dramáticas para televisión, incluyendo dos en las que realizó apariciones especiales. En teatro, sus obras más destacadas fueron El día que soltaron a Joss, Te llamabas Rosicler y Cartas a Jenny, producciones realizadas por Teatro Imagen.

Pero ella, asegura, no supo abrazar la fama y la inseguridad terminó por abrazarla a ella.

— ¡No podía disfrutar! A veces sentía que era la peor del elenco — recuerda la actriz.

Óscar Rodríguez lo confirma y cuenta que después de grabar, ella le podía preguntar hasta tres veces si la escena había quedado bien.

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Yael Ünger se ahogaba. Se ahogaba con su relación sentimental y con su trabajo. Se ahogaba en búsquedas y en preguntas: ¿Por qué ya no disfrutaba el teatro? ¿Qué tenía que hacer? ¿Cómo podía ser útil para la evolución de la humanidad?

Todo le daba vueltas. Se ahogaba, y luego de veinte años de relación se separó de Gustavo Meza. Él lo explica como un cambio de rumbo, una necesidad de estar sola que surgió en Yael de un segundo a otro. También lo explica como un cambio de creencias, de ídolos: “Ella pasó del Che Guevara al Cristo del Elqui y yo persistí en el Che Guevara”, dice Meza.

Así fue como Ünger comenzó la década de los 90, sola. Se fue a vivir al sector del Arrayán, donde, recuerda, podía estar más tranquila, en contacto con la naturaleza y con ella misma. Pero su cambio no estuvo exento de momentos complejos:

— Yo estaba sola, mi hermano no podía entrar al país porque era exiliado económico, murió mi mamá, a los nueve meses murió mi papá. Ahí caí en un hoyo.
Logró superar esa etapa, pero aún le faltaba algo: “paz”. Cada vez que conocía alguna técnica que le pudiese ayudar, empezaba a practicar. Se interesó por la digitopuntura, la reflexología, el método de control mental Silva, la meditación trascendental, el reiki. Buscaba, buscaba, buscaba.

Actuar ya había dejado de ser su prioridad, y en 2001 anunció su retiro del teatro y las teleseries para dedicarse por completo a ejercer como terapeuta de reiki y bioarmonía. El último trabajo teatral al que se dedicó fue la obra Anatomía de un caballo, dirigida por Ana María Zabala. Yael fue la protagonista y encarnó a Delia del Carril, la segunda esposa de Neruda, más conocida como “La Hormiguita”.

En eso estaba, cuando un día de 2003 abrió una revista y apareció Isha: una gurú espiritual que realizaría un seminario en Santiago junto a sus maestros. En esa oportunidad, enseñaría su técnica para “elevar la conciencia, alcanzar la paz y autosanarse”. Justo lo que Ünger andaba buscando.

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— Cierren sus ojos, respiren y repitan mentalmente “alabanza al amor por este momento en su perfección”, llevando la atención al corazón. Si viene algún pensamiento, lo dejamos ir, son como olas. Dejamos un espacio y volvemos a repetir.

Así comenzaban la primera etapa de trabajo los alumnos nuevos que tomaron el seminario con Isha, el 8 de junio pasado en el teatro del Club Providencia. Hasta el lugar llegaron cerca de 700 personas de distintas regiones de Chile en busca de algo: la felicidad. Así también llegó Ünger hace diez años.

Isha, es una gurú espiritual australiana de 50 años que diseñó un sistema para autosanarse y elevar la conciencia, según se lee en su página web oficial. A través de su Fundación Isha Educando por la Paz –compuesta por ella y sus maestros–, enseña en distintos países que “el amor-conciencia es quienes somos en el nivel más profundo; y sin embargo, lo hemos perdido de vista”.

El sistema consiste en repetir mentalmente y con los ojos cerrados cuatro facetas, frases consideradas verdades absolutas. Es una práctica similar a la meditación a la que llaman “unificar”. Lo ideal es que los alumnos unifiquen una hora, beban al menos 1,5 litros de agua y realicen media hora de actividad física todos los días.

Yael comenzó la práctica del “sistema” en 2003 y pronto decidió hacer la maestría. Dejó todo lo que tenía en Chile y partió a Santa Marta, ciudad ubicada en la costa caribeña de Colombia, donde estaba el Centro Isha. Cuando se convirtió en maestra, cambió nuevamente su nombre por Ishani: “reina del paraíso, diosa imperial, la perfecta encarnación de la conciencia crítica en forma femenina”.

La Fundación Isha Educando para la Paz hoy posee dos centros llamados “La I”: uno en Bahía Manzanillo, México y el otro en Costa Azul, Uruguay. Este último lugar es donde ahora Ishani –antes Yael– vive la mitad del año, junto a otros maestros y estudiantes. A estos centros acuden quienes deseen practicar de forma intensiva “el sistema”.

Matías Came es un universitario paraguayo que vive en Buenos Aires. Él realizó el programa de seis meses en “La I” de Uruguay, donde conoció a Ishani:

— Nunca supe que era tan conocida en Chile, no tenía una postura de famosa, ni un poco de arrogancia. Por ahí es un poquito controladora, o estructurada podría decirse. Pero es muy dulce y paciente. Lo que sí queda de sus días de pantalla es su andar elegante, es fina, coqueta.

Los maestros del sistema son 30. Ellos viajan por el mundo enseñando sus herramientas y realizan labores sociales como parte del programa de la Fundación Isha Educando para la Paz. En Chile la organización realizó un convenio con Gendarmería el 17 de mayo de 2011 –luego de estar enseñándoles su método a internos desde 2005– para ofrecer el Sistema Isha en todas las cárceles del país. El acuerdo establecía un plan de dos meses en los que se enseñaría “el sistema” y se realizaría un seguimiento a quienes lo practicaran.

Los maestros no tienen sueldo, pero reciben dinero para sus gastos personales. Esto, entre otras cosas motivó una serie de demandas por explotación por parte de antiguos maestros y estudiantes, quienes también dijeron que habían sufrido cuadros depresivos y psicóticos a causa de la práctica. Ishani no le otorga mayor importancia al asunto:

— La gente que habla mal de Isha o de su sistema es porque no ha podido atravesar algo. Entonces para justificar el no atreverse a llegar más lejos apuntan al resto. Este camino no es para cualquiera, porque te encuentras con cosas que nunca quisiste mirar en ti — asegura Ünger.

Cuando viene a Chile, Ishani vive junto a otros maestros en un departamento de Avenida Las Condes. En otro departamento de ese mismo edificio se quedó Isha los días previos y posteriores al seminario de junio pasado. En una sala de la recepción, vestida de negro con una boina roja, Ishani cuenta que son cinco los maestros, incluyendo a Isha, los que han experimentado la iluminación.

— También puedes llamarla conciencia humana completa y es lo más alto a lo que puede llegar una persona. Y no es algo para elegidos ni nada por el estilo, tú eliges enfocarte en eso — explica Ünger.

Ishani, Yael o Julia, termina de decir eso y mira el reloj. Su tiempo es poco, dice, porque tiene que responder llamados, correos, mensajes en Facebook, contactos vía Skype. Debe estar pendiente de un computador y un teléfono para los estudiantes, para resolver sus dudas y apoyarlos si están en un momento de estrés. No puede fallarles porque eso no es parte de la excelencia. Y hoy ese es su foco, nada más, asegura: “ser excelente”.

Sobre la autora: Carolina Álvarez Rossat es alumna de quinto año de periodismo y este trabajo corresponde a su trabajo en el curso Taller de Edición en Prensa Escrita, dictado por el profesor Rodrigo Cea.