El silencioso big bang de una ciencia

Ilustración Mathias Sielfeld

Aunque en los últimos 20 años la comunidad de astrónomos chilenos ha crecido, aún es pequeña como para aprovechar al máximo los recursos instalados. Cuando el país tampoco cuenta con una identidad cultural, en los colegios se enseña muy poco sobre los avances astronómicos realizados en Chile.

Por Fernanda Schorr

Con una explosión generada a partir de una masa ultra compacta, densa y caliente, se originó el universo, hace 13.700 millones de años, gracias al llamado Big Bang. De ese fenómeno se formaron los elementos químicos que dieron origen a toda la materia que conocemos, en forma de galaxias, estrellas, planetas, asteroides, agujeros negros y todos los demás objetos celestes. Desde el primer segundo de la explosión hasta hoy, el universo se ha expandido aceleradamente. Hace menos tiempo, en Chile, un país del planeta Tierra ubicado en el sistema solar, situado en una rama de la Vía Láctea, una más entre millones de galaxias, comenzó otra explosión que dio inicio a la acelerada expansión de la astronomía.

Fue en 1950. Entonces se instaló en Chile el Observatorio Interamericano del Cerro Tololo y, más tarde, el Observatorio Europeo Austral del Cerro La Silla, ambos en la Región de Coquimbo. El fenómeno nunca más se detuvo y en medio siglo el país ha visto desfilar científicos de Alemania, Argentina, Australia, Austria, Bélgica, Brasil, Canadá, China, Dinamarca, España, Estados Unidos, Finlandia, Francia, Gran Bretaña, Holanda, Italia, Japón, Portugal, Republica Checa, Suecia y Suiza. Vienen atraídos por la transparencia de sus cielos y el rumor de que sobre sus cabezas verán pasar el centro de la Vía Láctea. Desde el hemisferio sur se puede ver una zona del universo invisible desde el norte, la cordillera de los Andes actúa como barrera para detener el aire húmedo arrastrado por el Atlántico, y la corriente fría de Humboldt mantiene el océano frío, alejando las nubes. La geografía del norte propicia una atmósfera estable y seca, condiciones necesarias para que los telescopios capten más fácilmente el universo, y formen imágenes más nítidas.

Los estudiantes chilenos de astronomía tienen acceso a un laboratorio de primer nivel. El 50 por ciento de la capacidad astronómica del mundo se concentra en Chile, principalmente entre las regiones de Antofagasta y Coquimbo. En total son 2.500 millones de dólares en infraestructura, que se espera aumenten a 3.000 millones durante la próxima década, y la capacidad observacional chilena llegue a ser el 70% de la mundial, con la construcción del E-ELT (European Extremely Large Telescope, o Telescopio Europeo Extremadamente Grande), que tendrá un espejo de 40 metros de diámetro y será el telescopio óptico e infrarrojo más grande del mundo. Del tiempo de observación disponible en cada telescopio instalado en el país los astrónomos chilenos tienen el derecho de utilizar el 10 por ciento, esto es, más que el tiempo de observación de Alemania y Francia juntos. Cada jornada de ocho horas cuesta 50 mil dólares, que los científicos chilenos no deben pagar.

El avance de la tecnología astronómica en el país ha permitido que científicos chilenos realicen importantes aportes a la ciencia mundial. En 2011 se entregó el Premio Nobel de física a Brian Schmidt, Saul Perlmutter y Adam Reiss, por descubrir que el universo está aumentando su velocidad de expansión gracias a una fuerza desconocida llamada “energía oscura”. Este concepto denominado “constante cosmológica”, fue introducido por Einstein en 1917, y establece que cada volumen de espacio nuevo que se produce –a medida de que el universo se expande– viene acompañado de una nueva cuota de energía. En el descubrimiento de Schmidt fue crucial el conocimiento de los astrónomos chilenos Mario Hamuy y José Maza, ya que el científico usó el mecanismo que los chilenos idearon a principios de los años 90 en el proyecto Calán/Tololo. Se trata de un método para medir distancias precisas en base a la observación de supernovas, nombre que se le da a la explosión de una estrella cuando llega al final de su vida.

“Imagina que no hubiesen observadores. Gente capaz de mirar el universo, de preguntarse y de entenderlo. El universo no tendría conciencia, nosotros somos su conciencia. Si no tuvieras el observador, el universo se cae a pedazos”, dice el astrónomo Mario Hamuy, hundido en el sillón de un rincón poco iluminado de su oficina del Centro Astronómico Nacional en el Cerro Calán. Hamuy suele mantener las persianas abajo. Las de los dos ventanales y la de la ventanita de la puerta, permitiendo que entre muy poca luz a la oficina. Tal vez sea coincidencia, pero Hamuy estudia la energía oscura.

Su computador está todo el tiempo encendido. Es la principal herramienta de un astrónomo académico, dedicado a cotejar datos, comparar modelos y controlar observaciones. La tecnología ha permitido que la gran parte del trabajo se realice a distancia, gracias a imágenes y datos enviados en DVD directo desde los observatorios. En la oficina de Hamuy hay muchísimos libros, la mayoría en inglés, ordenados en estantes, sobre cosmología, física, galaxias, supernovas, planetas, astrofísica. En un rincón lejos de la vista hay colgados siete diplomas, mientras que una camiseta enmarcada del equipo de fútbol de la Universidad de Chile es lo primero que se ve al entrar en la oficina.

A sus 53 años, con una mirada algo despistada y ojos muy azules, el astrónomo traspasa una extraña sensación de calma, como si nada fuera a inmutarlo. Se pasa varios minutos frente a al computador preparando una clase para sus alumnos del curso de cosmología. Desde un gran libro transcribe en la pantalla fórmulas matemáticas ininteligibles. Su conocimiento sobre programación es avanzado, por lo que ha desarrollado la destreza de escribir con códigos computacionales, convirtiéndolos en su segunda lengua. Sin mucho éxito, intenta explicar lo que está haciendo:

— Mira, escribes la fórmula en un archivo tipo LaTeX, utilizando los comandos especiales de este, que luego se compila. Este código se procesa y se genera un archivo dvi, en el cual se ven las fórmulas listas, y solo tienes que buscarla –dice concentrado–. Mira, aquí me equivoqué porque me salió con dos puntitos en vez de uno, ¿te fijas?

— Aah, claro.

— Luego abres una aplicación que te permite recortar la fórmula y la pegas en el código HTML. Ahí apareció la fórmula.

— ¿Qué es eso del archivo LaTeX?

— En realidad es un lío escribir estas cuestiones –dice con calma, y continúa.

Hamuy va dos veces por semana a hacer clases a la facultad de ciencias matemáticas de la Universidad de Chile, una de las siete universidades en el país que imparten la carrera de astronomía. En la época universitaria de Hamuy era muy distinto, en 1980 cuando él estudió era uno de los pocos de su generación interesados en la astronomía. Como en el país no existía la carrera, tuvo que estudiar física y luego completar un magíster para dedicarse a lo que realmente quería. Lo mismo le ocurrió al astrónomo Gaspar Galaz, quien hizo el magíster en astronomía en la Universidad de Chile, en 1993, y tenía solo una compañera de curso. Hubo años en que no entraba nadie. Galaz, quien hoy es académico del Centro de Astrofísica de la Universidad Católica y se dedica principalmente a estudiar las galaxias de bajo brillo superficial — galaxias gigantes y muy débiles que no deberían ser estables, pero existen, se cree, debido a que hay mucha materia oscura concentrada en esa zona–, lamenta que antes la carrera estuviera tan escondida y que prácticamente no hubiera dónde estudiarla en Chile. “Primero tenías que hacer una licenciatura en física, después otra cosa, y recién poder meterte a un postgrado”, dice.

A mediados de los años 90, al ver que aparecían nuevas oportunidades gracias a las múltiples instalaciones de observatorios astronómicos extranjeros, algunas universidades apostaron por la astronomía, creando licenciaturas, magíster y postdoctorados en el área. Primero fue la Universidad de Chile, luego la Universidad Católica, la Universidad de Concepción, y a partir del año 2000 siguieron el mismo camino las Universidades Católica del Norte, de Valparaíso, Andrés Bello y de La Serena.

Hoy entran aproximadamente 200 alumnos cada año a las licenciaturas que ofrecen estas siete universidades, aunque el porcentaje de deserción –en general– es muy alto: según cifras que maneja la Universidad Católica, un 66% de los que ingresan se va antes de terminar astronomía. En promedio, 3 de cada 10 alumnos estudia en el plazo regular establecido por la universidad, y apenas uno llega a doctorarse. A pesar de esto, el número de estudiantes que ingresan a la carrera continúa aumentando cada año.

Cristóbal Armaza, de 26 años, alumno del magíster de astronomía de la UC, está haciendo su tesis sobre la estructura magnética de las estrellas más masivas y las estrellas en su fase final de vida, que en general poseen campos magnéticos muy potentes. Armaza se interesó por la astronomía desde muy pequeño, siempre le gustó la física. Recuerda que de niño, al visitar a su tío en Calama, una noche él lo llevó al desierto. Cristóbal miró al cielo y se dijo “yo quiero explicar esa física”. Para él, estudiar astronomía no tiene una aplicación cotidiana: “Yo te diría que estudiar astronomía es un fin en sí mismo. No tiene para mí una aplicación más allá de aprender y superar el pensamiento humano”.

En sus tiempos libres Armaza se dedica a tocar guitarra y piano, y aunque es apasionado por la ciencia, eso no ha impedido que continúe con sus actividades. “Un martes podía estar en Bellavista o un fin de semana estar haciendo una tarea. No estaba totalmente enfocado en estudiar dejando de lado otras cosas”. Según Cristóbal, para estudiar astronomía no ha sido necesario desvelarse estudiando ni ser dotado de una inteligencia “sobrenatural”, pero sí han sido fundamentales la disciplina y perseverancia.

La carrera de astronomía no termina con un título de pregrado, ni con el magíster. Este es solo el comienzo. Luego de haber recibido una formación sólida de física y matemática en el pregrado, y haber hecho un magister de dos años, se continúa con un doctorado que durará entre 4 y 5 años. Es muy difícil transformarse en astrónomo profesional sin dar ese paso. Finalmente, los que aspiren a un mejor puesto deben desempeñarse en, al menos, una etapa posdoctoral. Se trata de un período de dos a tres años en el cual los astrónomos trabajan como investigadores en alguna institución, guiados por un astrónomo supervisor.

El sistema de postdoctorados es el universalmente establecido y permite construir un currículum fuerte, formado en alrededor de 15 años de estudio. Al tratarse de una profesión internacional, en los distintos departamentos de astronomía confluyen científicos de todo el mundo. Los puestos estables de trabajo se encuentran en universidades e institutos, y su empleabilidad alcanza el 100 por ciento.

En cuanto a las mujeres, ellas representan solo una cuarta parte de los astrónomos profesionales en el mundo y esa proporción se repite en Chile. Existen además grandes diferencias geográficas, ya que en algunos países como Argentina o Rumania las profesionales alcanzan hasta un 40%, mientras que en otros como Irak, no hay representación femenina.

En la Universidad de Chile, la proporción de mujeres estudiando la licenciatura es de un 20 por ciento. En Cerro Calán, hay 3 mujeres entre un total de 20 académicos, una de ellas es la astrónoma Paulina Lira, la única mujer que ha sido contratada en el cerro durante los últimos 15 años. También trabajan ahí María Teresa Ruiz, Premio Nacional de Ciencias, y Mónica Rubio. “Pero probablemente jubilen dentro de los próximos cinco años, y ahí me quedaré sola”, cuenta Lira. Su oficina está en el segundo piso, se sube por una escalera en espiral, se dobla a la izquierda, se llega al fondo de un pasillo, y a la derecha. A ella le gusta que por ahí no ande un alma, dice que prefiere trabajar concentrada porque así hace rápido sus cosas y se va. Tiene 46 años, el pelo negro con varias canas que prefiere no teñir y unos aros colgantes, redondos como planetas.

En su oficina abundan los objetos decorativos y cuadros; pero ella está particularmente orgullosa de algo que se trajo de un viaje a Estados Unidos. “Esos, los agujeros negros que están ahí, me los compré yo”, dice, al girar en su silla, apuntando con entusiasmo el estante donde están los libros. Ahí, ubicadas sobre un estante, reposan dos pelotitas negras de lana tejidas a crochet. Cada bolita tiene dos ojos, una es un poco más grande que la otra. Son sus “agujeritos negros”, como les dice ella, con cariño. Paulina se dedica a estudiar este fenómeno hace más de 15 años.

“Los agujeros negros son una región del espacio con un campo gravitacional tan intenso que el espacio se curva sobre sí mismo”, explica Lira, “impidiendo que materia o radiación puedan salir de allí. Estos agujeros nacen del colapso final de algunas estrellas masivas y en el centro de algunas galaxias. Se denominan negros ya que ni siquiera la luz puede escapar de ellos.”

El agujero negro va engordando, es masa que se suma y no puede verse porque es ultra compacta. Lo que cae en él pasa a ser parte de la masa que va creciendo cada vez más. “No es que se lo traguen todo, molestan sólo a las estrellas que andan por ahí cerca no más”, dice Paulina con naturalidad. Lo que a ella le interesa es saber hasta qué punto la actividad de un agujero negro impacta sus mismas galaxias cuando desde su interior sale material eyectado muy luminoso, cuya radiación se emite a su alrededor. En el centro de nuestra propia galaxia también hay un agujero negro. Paulina los tiene en el centro de su repisa.

En 1950, había ocho astrónomos en Chile y hoy hay unos 120. Aunque la cifra ha crecido, Mario Hamuy, considera que debería haber unos 200. La “escasez” de astrónomos significa que no se están aprovechando al máximo los recursos instalados, como el porcentaje de 10 por ciento de observación al que tienen derecho los astrofísicos e investigadores chilenos. En 2005 Chile tenía un factor de presión de 2, es decir, los astrónomos chilenos solicitaban dos veces más tiempo de observación que el disponible para el país. El documento “Análisis y proyecciones de la ciencia 2005”, explica que “la competencia en el proceso de selección podría ser aun más saludable si tal factor fuera mayor. Por ejemplo, el factor de presión para acceso internacional a telescopios de ESO es 5, y para el telescopio espacial Hubble, es de 6 o 7. La población nacional utiliza el 100 por ciento del tiempo asignado, pero es deseable que el factor de presión incremente”. Ocho años después, el factor de presión ha aumentado a 3. Eso es positivo para la producción científica, ya que al haber competencia por los tiempos de observación, este se le otorga a los mejores proyectos presentados.

Conicyt, la Comisión Nacional de Investigación Científica y Tecnológica de Chile, es una de las principales instituciones que existen para financiar los proyectos científicos presentados, y entrega fondos de 1 millón de dólares al año, mientras que el Núcleo Milenio, dependiente del Ministerio de Economía, entrega 380 millones. “Esta cifra no es suficiente para dar el gran salto que se necesita. Si se quiere realmente duplicar la masa de astrónomos, se necesita una inyección mucho más fuerte”, asegura Hamuy.

Poder usar el 10 por ciento del tiempo de observación, es decir, 36 noches al año por cada telescopio es mucho tiempo. Para Gaspar Galaz esto es un peligro, porque “mucho extranjero, consorcios y universidades extranjeras, quieren hacerse amigos nuestros para tener tiempo de telescopio, para ser parte de este cuento”. Entonces, explica el astrónomo, lo complejo es que el interés de otros países para asociarse con Chile es tan grande, que eso terminaría afectando a la astronomía nacional. “Cuando hacemos una alianza con China para hacer cosas con ellos, nosotros podríamos poner a 5 o 6 astrónomos trabajando con 150 chinos. Al final termina siendo la ciencia de ellos y uno es una especie de palo blanco. Si terminamos solo haciendo alianzas con mucha gente de afuera, finalmente ¿qué es de nosotros, y qué es de ellos?”.

Según un estudio de la Universidad Mayor titulado “Oportunidades para Chile tras las inversiones en astronomía durante la próxima década”, aunque el país ha tenido que invertir poco o nada en la implementación de los observatorios más modernos del mundo, ha desaprovechado la oportunidad de construir una identidad científica mundialmente reconocida. “Entre los cerros del norte casi no existe propiedad chilena salvo el suelo de los cerros y el cielo. Nos hemos convertido en una especie de arrendatarios del norte, pues muchos de los chilenos no tienen idea de lo que pasa allá dentro”, asegura Cristián González, autor del estudio y profesor de la Universidad Mayor. Gaspar Galaz concuerda con él: “Si vas a Coquimbo, La Serena o Antofagasta, probablemente sí, ellos saben. Hasta el más humilde que vive ahí sabe qué es lo que hay, ve a la gente pasar, a los camiones con espejos. Pero en Santiago tú preguntas en general y nadie tiene idea. Algo cachan, ‘parece que somos muy buenos en astrología’, te dicen de repente. La gente no entiende mucho de qué se trata”. Galaz atribuye esta ignorancia a la poca entrega de información explicada y contextualizada por parte de los medios chilenos, los que difunden un conocimiento muy vago sobre el tema. Según Galaz: “la idea es que la ciencia tiene una utilidad. Está la imagen también de que los que hacen astronomía o ciencias más exactas son más volados, o son cosas más abstractas”.

La creencia de que la astronomía puede ser considerada “inútil” porque no influye en el modo de vivir actual, es una idea que se repite, o por lo menos así lo perciben los astrónomos. Ninguno de ellos produce algo rentable, les dicen. No producen salmón, ni madera, ni vino. Producen conocimiento y para el Gobierno no son prioridad, por lo que este delega para todas las ciencias solo un 0,5 por ciento del PIB anual. Mario Hamuy dice: “Somos súper inmediatistas. Nuestro cerebro lo tenemos tan estructurado, que todo tiene que ser medible y rentable, no hay espacio para el libre pensamiento, para lo inútil. Si nosotros estamos haciendo puras cosas inútiles –dice Hamuy, con ironía– no tienen ninguna aplicación práctica, la energía oscura no tiene ninguna aplicación ni siquiera en el mediano plazo.”

Hamuy insiste en que la astronomía llevará a Chile al desarrollo. Con esto no se refiere a un desarrollo económico ni al crecimiento del PIB, sino a un ámbito cultural, relativo a un estado mental, que incluya todas las demás ciencias, y la construcción de una educación pública de calidad. “Es un cambio de pensamiento y eso es a lo que tenemos que estar permanentemente enfrentados, y Chile no se puede quedar atrás con eso. Eso no es rentable pero te pone en un estado mental con la cabeza abierta para enfrentar tantas situaciones nuevas. Y ahí todo Chile puede participar”.

La comunidad astronómica ha intentado difundir esta ciencia e interesar al país, borrar el estigma de un saber inalcanzable. En 2008, Gaspar Galaz realizó un programa de televisión llamado Cazadores de ciencia en el cual él fue conductor. No fue un gran éxito pero les fue bien, “razonable”, dice él. También realizó programas de verano para que los estudiantes se interesaran por la astronomía, en los cuales los introducía en la materia para que luego se interesaran en la carrera. Recientemente publicó el libro Galaxias, islas del universo. Pero entre su trabajo de investigación y las clases en universidades, los astrónomos no tienen mucho tiempo libre para la difusión.

Mario Hamuy entra a un salón antiguo que parece una capilla, lleno de niños. Es el salón de charlas de la escuela Básica Salvador Sanfuentes, en Quinta Normal. Doscientos escolares de entre 10 y 12 años esperan inquietos y los profesores, haciéndolos callar, hacen más ruido. Se prende el proyector y Hamuy comienza a narrar su experiencia en la astronomía. “Me interesé por la astronomía desde muy chico. Yo sentía curiosidad por los extraterrestres, quería saber si otras razas habitaban el resto del planeta. Y aunque no lo crean cuando ustedes se miran al espejo, están viendo extraterrestres. Porque cada átomo de su cuerpo fue fabricado en otras estrellas, ninguno de sus átomos se fabrico acá”. Sobre el telón, el proyector arroja la imagen de unos marcianitos verdes saludando, se oye un murmuro general y risas de los niños.

En la presentación, Hamuy continúa explicando que incursionó por primera vez en astronomía al hacer su tesis, en la que tuvo que aprender de manera autodidacta leyendo libros y siendo supervisado por su profesor en Cerro Calán. Sobre el telón se proyectan imágenes estelares, nebulosas, galaxias. Con un lenguaje muy simple, el astrónomo las explica. Habla sobre las supernovas y las maternidades estelares, lugares donde se forman las estrellas. “¿Alguien tiene preguntas?”, dice al cabo de una hora. Un niño se para y dice algo que no alcanza a escucharse. “El compañero me ha preguntado si yo he hecho algún descubrimiento últimamente.” Explica que, más o menos una vez a la semana encuentran una nueva supernova, y el niño abre los ojos bien redondos. Las preguntas de los demás alumnos comienzan a llover: ¿Cuál es el futuro del sol?, ¿Cuánto dura la carrera y cuáles son las materias?, ¿Qué opina sobre el descubrimiento de cúmulos y cúmulos de galaxias?, ¿Qué hacen los telescopios para a ver tan lejos?

La educación en los colegios se rige por programas o currículos que elabora el Ministerio de Educación. Aunque algo de astronomía se les enseña a los escolares, el currículo de ciencias no ha cambiado sustancialmente sus contenidos en los últimos diez años. Gaspar Galaz es crítico acérrimo de la educación escolar chilena: “Está basada en el contenido. Lo que deberíamos enseñarle a los alumnos es a tener herramientas para que puedan hacerse preguntas y para acceder al conocimiento que está”.

Dentro de los ejes temáticos que se pasan a los escolares en la materia de ciencias están los recursos naturales renovables y no-renovables. Se considera recursos importantes para Chile a Chuquicamata, la mina de cobre a rajo abierto más grande del mundo, el vino de los valles transversales, la industria maderera, la agricultura en la zona central, y la exportación de frutas chilenas de altísima calidad. Los niños lo saben, casi de memoria. Pero pocos tienen la noción de que la astronomía es un recurso más de su país, uno muy importante. Y que por las tierras chilenas peregrinan los mejores científicos e investigadores de todo el planeta.

Hernán Verdugo, profesor de física del Ministerio de Educación y encargado del área de contenidos de ciencias, explica que se están actualizando las bases curriculares vigentes y los cambios ya están en manos del Consejo Nacional de Educación, organismo que debe aprobar o rechazar estos contenidos. Las nuevas bases comenzarían a regir este año y serían “bastante ambiciosas”. Según Verdugo, el tema de la astronomía en Chile abarcaría casi una unidad completa, equivalente a un mes de clases, en el ramo de física entre primero y segundo medio. “Hay una buena parte de los tópicos de astronomía que se abordan, que se refieren a la astronomía en Chile. Sobre todo cuál es la producción que han tenido astrónomos y astrónomas chilenos”. El físico explica que los temas astronómicos que se agregarían serían “las hipótesis, teorías que hay respecto a cómo es el universo, los modelos que han existido y que pueden existir. Los típicos modelos geocéntricos heliocéntricos, el Big Bang y todo eso”.

De los demás temas que Hernán Verdugo enumera, no hay nada nuevo, excepto la inclusión de los exoplanetas o planetas que se encuentran fuera de nuestro sistema solar, y de “lo que significa buscar la vida en otros planetas, aunque ese no es un tema directamente de la física pero sí desde la astronomía, ya que hay muchas misiones que buscan encontrar lugares donde haya posible vida”, explica el físico. Hoy la gran mayoría de los profesores, en su formación inicial, no tienen conocimientos de astronomía.

La materia Chile, país astronómico pasa casi inadvertida en el currículo escolar. De primero a quinto básico la materia comienza y termina en el sistema solar, no se llega más allá. En los cursos mayores, aprenderán sobre asteroides, meteoritos, cometas, satélites y luego aprenderán a distinguir estructuras cósmicas pequeñas y estructuras cósmicas grandes como estrellas, nebulosas, galaxias o cúmulos de galaxias.

Aunque a simple vista nada sea más irrelevante socialmente que la astronomía, buena parte de las tecnologías que hoy facilitan la vida cotidiana, fueron instrumentos creados en primera instancia con fines astronómicos. Los relojes digitales, satélites, el GPS, la resonancia magnética, las cámaras de fotografía digital, o los aparatos usados por los oculistas para analizar la visión de un paciente no existirían de no ser por los avances astronómicos.

Lo que se sabe sobre el lugar del ser humano en el universo le ha costado a la astronomía más de 400 años, desde que Galileo revolucionó la exploración del cosmos con su telescopio. ¿El universo es finito o infinito? ¿Habrá algún planeta con vida tan compleja como en la Tierra? ¿Por qué se habrá originado el Big Bang? Desde Chile, planeta tierra, un centenar de astrónomos hacen de su día a día la observación de datos para responder a esas preguntas. Observan y analizan el Sistema Solar y aún más lejos, la Vía Láctea, atravesándola con potentes telescopios para ir más allá, y entender por qué hay cúmulos y cúmulos de galaxias y qué hay en ellas, y por qué el espacio –cuya composición sigue siendo un misterio– se expande aceleradamente. Y si lograran viajar aún más lejos, podrían llegar al origen del Big Bang, al inicio, respondiendo quizá la pregunta más importante en la historia de la humanidad.

Sobre la autora: Fernanda Schorr es alumna de quinto año de Periodismo y este reportaje es parte de su trabajo en el curso Taller de Crónica, dictado por el profesor Gonzalo Saavedra.