El renacer de la cultura

El actor Roberto Cayuqueo, que a través del teatro ha presentado la cultura mapuche.

Los Mapurbes o mapuches urbanos son los nacidos o criados en ciudades que han desarrollado y mantenido su cultura dentro de esos espacios. Movidos por sus hijos u organizaciones indígenas han recuperado, a veces después de décadas, las costumbres que sus antepasados dejaron en el sur para protegerse de la discriminación. En la Región Metropolitana habita el 27,5% de las personas pertenecientes a esta etnia (Casen 2011), convirtiéndola en el lugar con más habitantes indígenas del país.

Por Stephanie Elias Musalem/ Fotos: Juan Cristóbal Hoppe

En 1982 Salvador Cayuqueo de 29 años dejó su oficio de agricultor y apicultor en Cholchol, un pueblo de la Región de la Araucanía, para irse a Santiago. Producto de la expropiación de tierras mapuche se quedó sin trabajo. Hoy tiene 61 años, el cuerpo robusto, la tez morena, el pelo blanco, el rostro como tierra seca. “Me fui porque se rumoreaba que en Santiago se ganaba más plata, que se vivía mejor”, dice Salvador.

Desde los 30 hasta mediados de los 70, Chile experimentó un movimiento masivo de inmigración campesina hacia la capital, del cual también formaron parte los mapuche. Según la encuesta Casen 2011 el 4,75% de la Región Metropolitana pertenece a esta etnia, lo que representa un total de 325.655 personas.

Salvador llegó a la casa de Olga Cayuqueo, su tía, que vivía en la comuna de La Granja. Se quedó tres años con ella. Geraldini Abarca, parvularia de la Universidad Católica y Magister en Educación intercultural de la Universidad Mayor de San Simón, explica en su estudio Mapuches de Santiago. Rupturas y continuidades en la recreación de la cultura (2003) que los primeros inmigrantes servían como anexo para sus familiares que estaban en el sur. Los convencían de los beneficios de la capital para que se trasladaran. Escribe la autora: “existe una especie de puente entre los familiares que ya han migrado, que jalan a algunos de los que se han quedado en el sur”.

Cuando tenía 31 años sus tres hermanas que ya se habían venido a la capital, le presentaron a Norma Martínez. Ella llegó de Chillán para trabajar como empleada doméstica en 1976. Era una winka: chileno no mapuche. Se casaron y en 1991 gracias a un subsidio habitacional se instalaron en Maipú, la comuna donde vive la mayor población mapuche de Santiago: 34.140 personas (Casen 2011), equivalente al 72% de la capacidad del Estadio Nacional.

“En Santiago yo estaba completamente liberado de la cultura mapuche. Incluso en el sur estaba alejado de ella. Mi papá nunca nos quiso llevar a una comunidad ni enseñarnos mapudungun, porque de niño sufrió mucha discriminación”, cuenta Salvador Cayuqueo.

Los matrimonios mapuche en la antigüedad consistían en acuerdos económicos y políticos entre comunidades. Una vez hecho el trato y bajo previo aviso se daba paso al rito de secuestrar a la novia. Un grupo de hombres, entre los que estaba el novio, irrumpía en la colectividad de la joven para llevársela a su comunidad. Las mujeres intentaban impedirlo sin resultado.

En la noche celebraban una cena en la casa de los padres de la novia donde se le pagaba una dote al hombre por llevarse a su hija. Finalmente un lonco -líder político de la comunidad- o en su defecto una machi -líder espiritual de la comunidad- los presentaba ante Guenechén, el dios que representa el orden del universo. En mapudungún -lengua mapuche- solicitaban su permiso para unir a los novios y también a las familias.

En la actualidad no se usa el rito del secuestro, pero es común el pago de la dote. Se casan por el civil, pero también solicitan a un machi o lonco para la ceremonia tradicional. La fiesta puede durar entre uno y dos días. Los novios se casan con la indumentaria tradicional mapuche. Todo lo que visten es nuevo y lo regalan los padres del novio. Sin embargo, Salvador Cayuqueo no se casó con ropas mapuche, ni lo casó una machi, ni recibió una dote por Norma.

“En Santiago yo estaba completamente liberado de la cultura mapuche. Incluso en el sur estaba alejado de ella. Mi papá nunca nos quiso llevar a una comunidad ni enseñarnos mapudungun, porque de niño sufrió mucha discriminación”, cuenta Salvador. “En el colegio él saludaba a la profesora en su idioma y los compañeros le hacían burla. No quería que nos pasara lo mismo, que quedáramos con el acento mapuche”, dice. La encuesta Casen 2011 dice que sólo el 21,6% de los mapuche habla o entiende su lengua originaria.

Enrique Antileo Baeza, antropólogo de la Universidad de Chile, especialista en temas indígenas, explica en su estudio Mapuche y santiaguino, el movimiento mapuche en torno al dilema de la urbanidad (2007), que una vez finalizada la ocupación de la Araucanía a fines del siglo XIX el pueblo mapuche comenzó a empobrecerse debido a la falta de trabajo provocado por las usurpaciones de tierras. Este factor fue fundamental para que se iniciaran las migraciones hacia Santiago. Tanto Baeza como Abarca coinciden en sus trabajos que los indígenas del sur se trasladaron a la capital en busca de una mejor calidad de vida.

Así nace el mapuche urbano, concepto acuñado por el poeta David Añadir en 2005 en su poema Mapurbe:

“Somos mapuche de hormigón/

Debajo del asfalto duerme nuestra madre/

Explotada por un cabrón/

Nacimos en la mierdópolis por culpa del buitre cantor/

Nacimos en panaderías para que nos coma la maldición”.

Según el estudio El pan mapuche. Un acercamiento a la migración mapuche en la ciudad de Santiago (2008) de la Revista Austral de Ciencias Sociales, entre 1966 y 1992 el porcentaje de migrantes mapuche subió de un 10% a un 60%, con Santiago como principal territorio de llegada. Para aquellos que no sabían español adquirir el idioma fue la primera destreza que tuvieron que aprender para integrarse a la ciudad.

Salvador y Norma criaron dos hijos. Roberto (29) y Nicolás (23). “Me volví a conectar de nuevo con la cultura mapuche gracias a mis hijos, porque ellos se interesaron por sus raíces. Me dijeron: ‘Oye papá sabes que en la comuna de Maipú va a haber un Guillatún, vamos’. Ahí Roberto tenía unos 25 años y Nicolás 19”, dice Salvador.

El Guillatún, que en esa ocasión se celebró la segunda semana de octubre del 2000, es una ceremonia donde se agradece por todo lo recibido y se pide por un año próspero. En la celebración asiste una machi que tiene la capacidad de conectarse con Guenechén, a través del rehue, escultura de madera ubicada cerca de la ruca que utiliza la machi como templo en las ceremonias.

Cuando el Guillatún se celebra en Santiago las comunidades deben traer a una machi desde La Araucanía. En general las machis no viven en la ciudad, porque necesitan estar cerca de un río y en contacto con la naturaleza para recuperar energías, lo que se dificulta en la capital porque no hay suficientes áreas verdes.

En la ceremonia Salvador Cayuqueo descubrió que el lonco de la comunidad, Juan Huenupil, era su tío. Desde entonces es parte de la comunidad mapuche de Maipú donde se reúnen una vez al mes a contarse los sueños. Según la creencia mapuche, Guenechén se comunica a través de ellos para advertirles de peligros y guiarlos en su vida.

I am mapuche

Miembros de la compañía MAU Mapuche ensayando una ceremonia performance de Lemi Ponifasio que se presentó en Santiago a Mil en 2016. Roberto Cayuqueo (der.) fue el asistente de dirección.
Miembros de la compañía MAU Mapuche ensayando una ceremonia performance de Lemi Ponifasio que se presentó en Santiago a Mil en 2016. Roberto Cayuqueo (der.) fue el asistente de dirección. Fotos: Juan Cristóbal Hoppe

Roberto Cayuqueo es el mayor de los hijos de Salvador, tiene 29 años, su contextura es delgada, tiene el pelo negro y mide casi un metro ochenta. Se viste de camisa y chaqueta de cuero, que combina con sus pantalones negros y ajustados. Se graduó del Liceo Industrial Chileno Alemán de Ñuñoa. Desde octavo básico supo que quería estudiar teatro, por eso cuando salió se matriculó en Actuación en la Universidad Bolivariana. Luego lo becaron en la Universidad de Chile donde estudió Dirección Teatral.

En 2013 actuó en la película de Marcela Said, El verano de los peces voladores, interpretando al mapuche Pedro. La cinta refleja la indiferencia de los dueños de fundos (territorios que en el pasado fueron mapuche), ante el conflicto de la Araucanía. “Uno carga con el origen. Yo antes de ser actor, soy el actor mapuche. Voy a cargar con eso toda mi vida”, dice Roberto mientras fuma un tabaco de liar.

También participó en el festival Santiago a Mil en la obra de danza y teatro I am mapuche del director Lemi Ponifasio. El montaje original se llama I am maori en alusión al pueblo originario de Nueva Zelanda que, según Roberto, tiene una realidad muy parecida a la mapuche debido a que ambos compartían la lucha por ser escuchados y consultados en la solución de sus problemas. La diferencia es que los Maorí ya ganaron la batalla y ahora son reconocidos como nación independiente por la Constitución de su país.

Hasta septiembre de 2015, Roberto formó parte del Encuentro Nacional Mapuche (ENAMA), institución radicada en Temuco que funciona desde 2011 y agrupa a más de 4 mil profesionales de la etnia. Su objetivo es lograr la autonomía del pueblo mapuche. Según la encuesta Casen 2011, el 9,8% de la población indígena mayor de 24 años de la Región Metropolitana cuenta con estudios superiores completos, ya sea técnicos o universitarios.

“Uno carga con el origen. Yo antes de ser actor, soy el actor mapuche. Voy a cargar con eso toda mi vida”, dice Roberto.
“Uno carga con el origen. Yo antes de ser actor, soy el actor mapuche. Voy a cargar con eso toda mi vida”, dice Roberto.

Para Roberto, el mapurbe es un mapuche que nació o se crió en ciudad. Mezcla su cultura indígena con la de las urbes y lucha por el reconocimiento cultural de su pueblo. Dice que la lucha mapuche se da en dos dimensiones. La recuperación de tierras correspondiente a la deuda histórica en la que exigen que los gobiernos se hagan cargo de la expropiación de tierras; y la cultural que busca posicionar al mapuche como un pueblo autónomo dentro de Chile, que se respete como tal, lo que significa que sus tradiciones, fiestas y costumbres sean reconocidas. Por ejemplo, que decreten feriado el año nuevo mapuche (We Tripantu).

“Yo apuesto a un cambio cultural que en consecuencia va a traer la devolución de tierras. El teatro trasmite un mensaje y yo a través de él comunico la autonomía del pueblo mapuche y su necesidad de ser reconocido como nación. Esa es mi forma de lucha, desde mi trinchera.”, dice el actor.

El mismo pan

“¿Para qué vas a estudiar, si para cuidar ovejas no lo necesitas?”, le dijeron sus padres a Isidoro Ñancupil antes de sacarlo del colegio después de terminar segundo básico. Vivía con sus hermanos en Cholchol. Entre los hijos hacían turnos de una semana para cuidar a las ovejas de la familia en las montañas. Los mandaban con una tortilla de pan de un kilo, un trozo de queso, té y azúcar.

Un día Isidoro no subió a la montaña, se desvió del camino y llegó a la estación de trenes. Con el plan de escapar de esa vida llegó a Santiago, tenía 12 años. Durmió en la estación central un par de días hasta que se le acercó un hombre español a ofrecerle trabajo, buscaba mano de obra para su panadería. Por barrer pisos lo alimentaban y lo dejaban dormir entre los sacos de harina. A los 14, un año y medio después de su llegada, lo ascendieron a repartidor de pan, recibió un triciclo y su primer sueldo.

Según el estudio El pan mapuche (2008) de Walter Imilan y Valentina Álvarez, en 1966 cerca de 50.000 mapuche habitaban en Santiago. De ellos se calcula que un 10% estaba empleado en la industria panificadora. El trabajo en las panaderías era silencioso por lo que aquellos que manejaban un español rudimentario no tenían mayores problemas de comunicación. Si bien durante el verano el calor era asfixiante, en el invierno les permitía resguardarse del frío.

Muchos trabajaban puertas adentro, lo que convertía las industrias en su hogar, además les proporcionaban alimentos, por eso las panaderías eran uno de los rubros más codiciados por los mapuche, a pesar de los abusos, las largas jornadas de trabajo, que llegaban a las 12 horas seguidas, y el bajo sueldo. En 1983 en una nota dedicada a la relación entre panaderías y migrantes mapuche, El Mercurio publicó lo siguiente: “Basta que una industria ponga un aviso en los diarios pidiendo amasanderos o ayudantes para que se les llene de indios la puerta del negocio”.

En la época en que Isidoro repartía el pan conoció a su esposa, Edelmira del Rosario Carvajal (winka), una joven de Ovalle quien tras la muerte de su madre partió con sus cuatro hermanos a Rancagua. En la Estación Central de Santiago no supieron qué tren tomar para llegar a destino y se quedaron en la estación hasta que se acercaron unos hombres a ofrecerles trabajo. La joven se convirtió en empleada doméstica y se separó de sus hermanos.

De esa unión nació Bernardo Ñancupil, actual gestor territorial de la Municipalidad de Peñalolén y hasta 2014 encargado de la Oficina de Asuntos Indígenas. Bernardo es un hombre de 55 años, mide un metro 60 y tiene el pelo blanco. La chaqueta roja de la municipalidad le queda grande.

Discriminación

En Peñalolén, el 10% de la población es de origen mapuche. Hay 15 asociaciones, nueve bajo la ley indígena, tres que se amparan en la ley de junta de vecinos por la municipalidad y tres agrupaciones gremiales que dependen del Ministerio de Economía.

El municipio ofrece un servicio de asesoría en la búsqueda de recursos y orientación en las actividades que podrían hacer las organizaciones. De esa forma se les ayuda a formular y encontrar lugares donde pueden postular con proyectos en la línea cultural, recreativa o de construcción. También a conseguir recursos, por ejemplo, para arreglar veredas. Bernardo dice que postular es una tarea técnica, por eso el municipio dispone de un equipo que guía a las asociaciones en la redacción de formularios. Además se les aconseja para que postulen en los lugares indicados.

“Mi papá en un afán de protegernos no nos traspasó la cultura. No quería que nosotros fuéramos mapuche”, dice Bernardo. Antes de los 20 años veía la discriminación como parte de su vida: “Al final yo sentía que ya ni me molestaba, que mi vida era esto y se produjo en mí una especie de resignación, dolorosa, pero resignación al fin y al cabo”.

“La discriminación se da cuando hay dos personas distintas y se asume que una debe ser mejor que la otra. El chileno al sentirse superior al mapuche se encarga de hacerle entender que es inferior. No bastándole con eso, se preocupa de que todo su entorno también lo entienda”, explica Bernardo Ñancupil.

Dice que la primera vez que “despertó” ocurrió cuando estudiaba Comercio Exterior en un instituto técnico profesional. Un profesor estaba pasando lista y al decir su nombre comentó: “Ah, tenemos un alemán en el curso”. Bernardo se levantó de su asiento y le dijo: “No profesor, no soy alemán, soy mapuche”. “Entonces se puso colorado y me pidió disculpas. Fue la primera vez que me defendí y me sentí agradado de haberlo hecho y de que el otro se hubiera sentido mal. Desde entonces las cosas para mí cambiaron y no he tenido problemas en decir que soy de origen mapuche”, cuenta.

Bernardo cree que si bien antes había más discriminación, ahora es más cruel. Recuerda que en sus tiempos cuando lo molestaban en el colegio, las burlas masivas se hacían sin conciencia, eran sólo para seguir a un líder. Sin embargo ahora la gente está informada y sabe lo que hace. “La discriminación se da cuando hay dos personas distintas y se asume que una debe ser mejor que la otra. El chileno al sentirse superior al mapuche se encarga de hacerle entender que es inferior. No bastándole con eso, se preocupa de que todo su entorno también lo entienda”, explica.

Según el estudio El discurso de la discriminación percibida en Mapuches de Chile (2007) de María Eugenia Merino, profesora titular e investigadora de la Universidad Católica de Temuco: “El 82% de los mapuche en distintas ciudades del país reconocen haber sido paternalizados, segregados o maltratados debido a su condición de indígena”. En su estudio Merino concluyó que el 55,6% de sus entrevistados había sufrido discriminación verbal mientras que un 22,7% se habían sentido discriminados por el comportamiento de terceros hacia ellos: quiénes los habían evitado, ignorado o segregado.

Un valle en Peñalolén

Ceremonia de despedida del año 2015 en el jardín infantil Antu Quillén. De los 30 niños que asisten, el 40% es de origen mapuche.
Ceremonia de despedida del año 2015 en el jardín infantil Antu Quillén. De los 30 niños que asisten, el 40% es de origen mapuche.

La calle El Valle de Peñalolén, donde alguna vez existió la toma de Lo Hermida, es polvorienta y seca, los perros callejeros se arrastran lánguidos buscando sombras para desplomarse. Del cableado eléctrico cuelgan un par de mugrientas zapatillas deportivas, posible señal de venta de drogas o delimitación de territorios entre pandillas. En ese lugar se ubica el jardín infantil Antu Quillen (Sol y Luna) de la asociación mapuche Trepain Pu Lamnguen.

El recinto está ambientado como una ruca. La ruca era la vivienda utilizada por los mapuche en La Araucanía. Tiene una arquitectura ovalada, el piso de tierra y las paredes de madera. Los mapuche de Santiago la utilizan para reunirse o realizar ceremonias.

Al interior libros de cuentos y dibujos para niños se mezclan con instrumentos musicales mapuche e imágenes de machis y loncos. Hay dos mesas con sillas pequeñitas diseñadas para niños de tres años, además de un escritorio donde se sientan las parvularias. Los 30 grados de las cinco de la tarde golpean la ruca y producen una densa sensación de ahogo. Desde adentro se escuchan camiones que pasan como elefantes.

La asociación Trepain Pu Lamnguen se creó hace 20 años. La actual presidenta Nelly Hueichán, fue una de las fundadoras. En 1995 comenzó como un grupo de diez mujeres que se reunía, todas madres mapuche que habían emigrado desde el sur. “Nos juntábamos por nuestra cuenta. Tomábamos mate, hacíamos sopaipillas, rescatábamos nuestra historia y nuestra lengua, lo pasábamos regio”, dice Nelly.

Llegó a Santiago en 1976 desde Osorno siguiendo a sus hermanos mayores, que se vinieron antes a la capital. Tenía 16 años. “Éramos una familia grande, yo era la menor de ocho hermanos y Santiago se vio como una mejor alternativa de vida. Se vinieron mis hermanas una a una hasta que llegué yo. Llegamos todas a trabajar de nana”, relata.

Nelly Hueichán fundó el jardín infantil junto a otras mujeres por iniciativa propia.
Nelly Hueichán fundó la asociación Trepain Pu Lamnguen junto a otras nueves mujeres hace 21 años.

La asociación que en la actualidad cuenta con 25 socios se consolidó legalmente en 1999. Ese año el Hogar de Cristo les aportó la mitad del dinero para construir dos piezas de cuatro metros cuadrados cada una, donde se reunían los fines de semana. En el 2000 postularon a un proyecto de la Corporación Nacional de Desarrollo Indígena (CONADI) con el que pudieron construir una ruca de unos siete metros de diámetro. Las dos piezas anteriores pasaron a ser parte de la ruca.

La asociación organiza eventos ceremoniales como el Guillatún y el We Tripantu. También buscan financiamiento para sus proyectos. En 2014 ganaron la versión número once del concurso de proyectos comunitarios de la municipalidad de Peñalolén Buenas energías para mi comunidad, cuyo objetivo es construir espacios de reunión. La idea de ocupar la ruca como jardín infantil se le ocurrió a la hija mayor de Nelly, Viviana Llamín que estudió párvulo y en la actualidad es la directora de Antu Quillen. “Vinieron de la Junji y de la Municipalidad. Apenas llegaron dijeron que no se podía hacer nada, porque el terreno era muy chico. Nos dijeron que se podía construir en Peñalolén Alto o en La Faena, pero nosotros dijimos que el problema estaba aquí, en Lo Hermida”, cuenta Nelly.

Viviana empezó a cuidar niños por su cuenta, llegó a tener un grupo de diez. Su madre y sus dos hermanas la ayudaban y el marido de Nelly compró mesas para diez niños con sus sillas. “Levantamos el jardín con nuestros propios recursos”, cuenta Nelly.

Trabajaron así dos años hasta que Viviana postuló nuevamente a un concurso de la municipalidad de Peñalolén. La asistente social de la Municipalidad la llamó para avisarle que no había quedado seleccionada, pero que la iba a ayudar a gestionar con la JUNJI. El 2012 las visitó Hilda Aceitón coordinadora del programa Centro Educativo Cultural de la Infancia (CECI), que ayuda a las juntas de vecinos con sus jardines infantiles.

La coordinadora aprobó el lugar y la JUNJI donó un millón y medio de pesos para hacer los arreglos correspondientes: poner baldosas, habilitar el baño, instalar la cocina y modificar los enchufes. “Nosotros supimos al tiro que la plata no iba a alcanzar. Así que entre los socios se hicieron donaciones y se pusieron con mano de obra. Por ejemplo, uno de los vecinos que hacía instalaciones sanitarias nos hizo los baños”, cuenta Nelly.

En una hora, dos mujeres han venido a consultar si pueden matricular a sus hijos en el jardín. “Nosotros por demanda podríamos tener fácil 40 niños, pero no nos alcanza ni el espacio ni los recursos”, explica Nelly. El jardín es gratuito. Es uno de los once jardines interculturales que la JUNJI ayuda vía transferencia de fondos, pagando los honorarios de la cocinera y de las dos parvularias. Además aporta colaciones para 25 niños. Sin embargo, los matriculados son 30. Nelly dice que dividen las porciones para que alcance para todos.

Un 40% de los niños que asisten son de origen mapuche y el resto son winkas. “Consideramos que no es bueno ser tan mapuchista. Nosotros trabajamos para la integración. En la ciudad tenemos que aprender a compartir, abrir nuestra cultura al resto”, explica Nelly.

Diploma de fin de año del jardín infantil Antu Quillén ubicado en El Valle de Peñalolén.
Recuerdo de fin de año del jardín infantil Antu Quillén ubicado en El Valle de Peñalolén.

Ojos de machi

Árboles largos y tupidos camuflan un rehue de tres metros, lo abrazan protegiéndolo. Una higuera deja caer sus frutos como granadas y de vez en cuando golpean la cabeza o los hombros de los que se sientan bajo él buscando sombra. Afuera de la ruca una señora canosa y de vestido rojo camina nerviosa de un lado para otro en la entrada de la consulta de la machi: una habitación de unos 20 metros cuadrados construida al lado del jardín infantil.

La mujer lleva un bolso de género en forma de maleta, de los que se llevan a la vega para llenarlos de vegetales. El bolso está abierto y deja ver tres botellas vacías de bebidas retornables. Sale una paciente y entra la señora de rojo. Se escuchan rezos cantados en mapudungun. Después silencio. A los quince minutos la señora de rojo sale con una sonrisa tranquila y con las botellas llenas de infusiones de hierbas medicinales.

La atención de medicina mapuche es un servicio que ofrece la asociación Trepain Pu Lamnguen en Peñalolén, gracias a un convenio con el Ministerio de Salud. Hace cuatro años la asociación trabaja con María Angélica Llanquinao, ayudada por Nelly que es una huentuchefe (enfermera mapuche). Semanalmente ella le entrega a los pacientes las infusiones de hierbas que fueron previamente recetadas por la machi.

María Angélica está sentada en un escritorio de madera. Tiene el rostro brillante por el sudor. Habla con el aliento cortado como si le costara respirar. Lleva la indumentaria típica de machi: una blusa de flores, con idéntico diseño al pañuelo que lleva en la cabeza. Sobrepuesta una túnica negra y una falda que le llega a los tobillos.

“Yo mirándote la orina siento todo tu cuerpo, todo lo que te pasa, si tienes un dolor en la cabeza, un quiste, un tumor, un problema emocional, yo puedo ver todo”, explica la machi María Angélica.

Viene entre dos y tres fines de semana al mes a Santiago en un bus desde Temuco que demora entre ocho y diez horas. Atiende un viernes al mes desde las diez de la mañana hasta las dos de la tarde en la sala de consultas de la asociación y se queda hasta el domingo visitando otras asociaciones mapuche que requieran su ayuda. Cobra 5 mil pesos por consulta y 4 mil por tres litros de infusiones de hierbas.

María Angélica explica que las machis tienen la capacidad de diagnosticar cualquier enfermedad a través de la orina de los pacientes. “Yo mirándote la orina siento todo tu cuerpo, todo lo que te pasa, si tienes un dolor en la cabeza, un quiste, un tumor, un problema emocional, yo puedo ver todo”, dice ella, quién antes de dar cualquier diagnóstico, incluso antes de revisar la orina, debe pedirle a Dios que le permita ver lo que le pasa al paciente.

Dice que ser machi no es una elección, es un llamado de Nguenechén. “Ser machi es muy difícil, hay muchas reglas que seguir. Yo no me puedo pintar, no puedo ir a una disco a bailar, no puedo usar shorts. Sea invierno o verano tengo que estar vestida así”, expone.

“Yo soy machi desde los 14 años y trabajo con un espíritu que heredé de mi bisabuela, que se volvió a encarnar en mi cuerpo y con ese espíritu yo puedo trabajar”, relata María Angélica.

Las señales de que tenía un don comenzaron desde que era muy niña, dice que puede ser desde los cinco años, pero que no recuerda bien. “Siempre me sentía rara. En mis sueños siempre me estaban poniendo otro cuerpo en mi cuerpo y me decían: ‘no, todavía falta, todavía falta’. Yo le preguntaba a mi mamá:‘¿Por qué me están poniendo una mano dentro de mi mano, por qué me están poniendo un ojo?’, y ella me decía: ‘¡Ay! Estás soñando cucarachas, estái’ jodiendo’”, relata imitando su voz de niña asustada.

Antes de ser machi, María Angélica soñaba con ir al pueblo a estudiar y luego vivir en la ciudad para mantenerse por sí misma. No quería tener la vida de su madre. “Mi mamá se da vuelta en las migas que le da mi papá, yo no quería eso. Quería trabajar para mí, no quedarme allí picando la leña y limpiando el chiquero de los chanchos. Cuando me dijeron que iba a ser machi fue una pena tan grande. Me decían: ‘¡No te preocupís, si tú vai a ser moderna! No te preocupís, deja de llorar’”, dice riendo con tristeza.

Cuenta que si algún día ella se negara a ser machi se enfermaría. “Yo terminé mi octavo básico en diciembre, en enero caí enferma”, en ese periodo, con 14 años, estaba preparando los documentos para iniciar su enseñanza media en un colegio de pueblo. “Tenía dolor, me hinchaba, me desfiguraba, toda la boca estaba así: buaj”, dice llevándose las manos a la cara imitando un rostro hinchado y deforme. “Parecía un monstruo”, enfatiza.

“Yo soy machi desde los 14 años y trabajo con un espíritu que heredé de mi bisabuela, que se volvió a encarnar en mi cuerpo y con ese espíritu yo puedo trabajar”, relata María Angélica.

Fue al médico, pero en los exámenes no aparecieron anormalidades, entonces sus padres decidieron llevarla a una machi. La mujer les dijo a sus padres que María Angélica tenía el don de machi y que se había enfermado por no obedecer el llamado de Nguenechén.

Su padre no quería, porque en el pasado se había sentido estafado por las machis. El abuelo de María Angélica estuvo enfermo durante 30 años y ella dice que le inventaban diagnósticos. “Como que en la cama se secó, porque pasaba postrado, no comía, tomaba una gota de leche y con eso pasaba todo el día. Mi papá dice que cuando murió era así una bolsa de huesos”, relata indicando con las manos el tamaño de una pelota de basquetbol.

La machi le dijo a su padre que si él daba el consentimiento, ella le haría una ceremonia para convertir en machi a su hija, así se mejoraría, de lo contrario dejaba la responsabilidad de la enfermedad de María Angélica en sus manos. Finalmente, al ver que no sanaba, los padres accedieron. Ese año le hicieron la ceremonia de iniciación y María Angélica abandonó la idea de los estudios tradicionales. Fue formada por otra machi y a los 17 años empezó a trabajar sola atendiendo pacientes.

Se casó, tuvo cinco hijos, el menor la acompañó a Santiago en esta ocasión y está jugando con un camión de plástico afuera de la consulta. “Lo que me da alegría es poder curar a los enfermos, esa es mi fortaleza, mi vida, mi talento”, concluye.

Graffiti frente a la asociación
Graffiti frente a la asociación Trepain Pu Lamnguen en Peñalolén.

Mapuche de alma no de sangre

“Subiendo el cerro, son las de más al fondo. Las últimas”, explica un hombre que vende frutas en la calle. Hace énfasis en las palabras lejos y últimas. Al final de Recoleta, doblando a la derecha en la calle La Pincoya (Huechuraba), hay un portón verde de dos metros y medio de alto. Tiene pegado un papel: “Hoy venta de sopaipillas”.

Hay una pequeña subida de tierra y en la cima flamea una bandera mapuche. Se alzan en fila 25 viviendas sociales de 68 metros cuadrados casi pegadas una de la otra. Fueron diseñadas bajo la cosmovisión mapuche por el arquitecto Cristián Undurraga, creador de la nueva Plaza de la Constitución y el Centro Cultural La Moneda. En una entrevista a La Tercera,el arquitecto quien recibió la propuesta del proyecto en 2005, dijo: “Siempre he tenido empatía con los mapuche, por eso acepté el encargo. Me reuní varias veces con ellos; yo iba para su ruca, me contaban sus penas y anotaba sus requerimientos”.

Son las primeras casas en la Región Metropolitana con estas características. La puerta de entrada mira hacia el poniente, por donde sale el sol. Esto es necesario para que los habitantes reciban buenas energías. Están construidas con coligues con el objetivo de que durante el día se filtre la luz y así emular las rucas tradicionales. Sin embargo, Iris Llanculef, dirigente de las casas mapuche de La Pincoya, debió cambiarlas. “Se llenaron de polvo, arañas y termitas pero mi marido postuló a un proyecto de la Cámara Chilena de Construcción y recibimos 30 UF para las reparaciones”, dice Iris.

En las rucas tradicionales el baño no forma parte de la vivienda, se construye fuera de ella, en estas casas está al fondo del segundo piso. Además cada vivienda tiene junto a la puerta un tronco grueso y ladeado que representa al rehue, para estar conectados con Nguenechén.

Según Verónica Salas, directora del Taller de Acción Cultural (TAC) y autora del estudio Rasgos Históricos del Movimiento de Pobladores en los últimos 30 años (1999), en la década del 70 existían 2.587.700 personas sin casa. Para 1970 había 103 tomas de terreno en Santiago. Casi el 50% de todas las tomas del país. Las soluciones entregadas por las instituciones gubernamentales no daban una respuesta efectiva a las necesidades de vivienda de los nuevos habitantes de la región. “La toma de terrenos se consolida progresivamente como la forma de solución más expedita implementada por el emergente movimiento de pobladores”, dice Salas.

Por este motivo la mayoría de los mapurbes residen en las periferias de Santiago, resaltando Maipú y Peñalolén. Cuando llegaron no había espacio en la capital para albergar a la masa de inmigrantes. Junto con los campesinos se tomaron los terrenos aledaños de la capital, entre ellos Lo Hermida y La Pincoya que posteriormente pasaron a ser poblaciones de las comunas de Peñalolén y Huechuraba respectivamente.

Iris, su marido y una hermana están sentados en la entrada de su casa, en una terraza improvisada con sillas de plástico y maceteros, algunos vacíos y otros con plantas. Su hija menor de cinco años, Antonia, entra y sale de la casa para acusar a su hermana mayor Carla: “¡Papá la Carla no me quiere poner Michael Jackson!”. Se refiere a un DVD con un concierto del artista.

Según Iris un grupo de familias mapuche, entre las que estaba la de ella, organizado bajo el nombre asociación Dgwencul exigió durante siete años la construcción de viviendas sociales mapuche. “Nos costó mucho conseguir que nos construyeran estas casas, no querían ponernos en ningún lado, porque dicen que la gente mapuche es peleadora y que somos borrachos”, dice Iris.

Se las entregaron a fines de julio de 2011. “Venían en material bruto, con el piso de cemento. No estaba pintado, nada. Cada dueño tenía que arreglar la casa por dentro y por fuera con su plata”, dice Iris Llanculef.

Iris nació en la Pincoya y toda su vida ha residido ahí, pero sus padres llegaron a Santiago desde el sur. Su madre venía de Nueva Imperial y su padre de Queule. “Yo creo que se vinieron por el mismo motivo que casi todos, porque allá no se puede trabajar en otra cosa que no sea el campo y con la expropiación de tierras, ya no quedaba pega”, cuenta.

En Huechuraba 9.240 personas indicaron en la encuesta Casen 2011 que pertenecían a la etnia mapuche, lo que equivale al 10,76% de la comuna. Iris Llanculef, dirigente de las casas mapuche de La Pincoya, dice que hay muchos mapuche no reconocidos, que les da vergüenza o temor admitir que son indígenas y por lo tanto no participan en los eventos tradicionales.

Iris dice que su madre, María Maliqueo Zúñiga, huyó de su casa a los 15 años porque su padre era muy austero con ella y sus hermanos. “Mi abuelo era muy apretado. No les compraba ni zapatos. Vivían a pies pelados”, relata. A escondidas María cosechó un costal de trigos y los vendió. Con eso se compró un par de zapatos plásticos y con lo que le quedó se compró un pasaje a Concepción. En esa ciudad la encontró un matrimonio que le ofreció trabajo como empleada doméstica.

Su empleador trabajaba en embarcaciones, por lo tanto María viajaba por todo Chile sin pisar tierra. Cuando él murió, María se fue a Santiago donde siguió trabajando como nana. “Mi mamá era mestiza, más winka que mapuche, era blanca y de ojos verdes, no se le notaba lo indígena, pero hablaba mapudungun con mi papá”, dice Iris.

Su padre, Tránsito Llanculef, trabajó de panadero hasta que murió en 1994. Iris no recuerda cómo se conocieron sus padres, pero supone que los presentó una tía. Cuando se casaron, se instalaron en Valdivieso, una de las primeras tomas ubicada cerca del Cerro San Cristóbal. Luego se cambiaron a La Pincoya, que en la época, también era una toma de terreno.

Iris dice que sus padres no les quisieron enseñar ni a ella ni a sus hermanas el mapudungun, porque ellos sufrieron mucho rechazo. “En el sur la gente winka de los colegios los molestaba. Ellos hablaban sólo mapudungun y los profesores los castigaban. Yo conozco casos de gente que quedó tan traumatizada que se les olvidó el idioma y no pudieron volver a hablar en su lengua”, dice Iris.

En una de las reuniones comunitarias mapuche de la comuna, Iris conoció a su marido que ahora está sentado frente a mí.

— ¿Cuál es su nombre? — le pregunto al marido de Iris.

— Patricio- me contesta a secas.

— ¿Patricio cuánto?- insisto.

Hay una pequeña pausa, como si no quisiera decirlo.

— Veja — dice.

— ¿Cómo se escribe?- le pregunto.

Otra vez silencio.

— Con “v”.

“Su apellido es chileno, pero él es más mapuche que yo”, me dice Iris como si lo estuviera defendiendo. Patricio Veja fue criado en una ruca por su bisabuela hasta los siete años, porque su madre lo abandonó cuando era bebé. Luego vivió con su papá y se desligó de la cultura mapuche hasta que conoció a Iris.

Según la ley indígena 19.523, al casarse con una mujer mapuche, Veja pudo adquirir su certificado indígena a través de la CONADI. Los datos de la Corporación dicen que desde que rige la ley, en total se han emitido más de 200.000 Certificados de Calidad Indígena, sólo de etnia Mapuche, a lo largo del país.

Ser reconocido como indígena le otorga a una persona el derecho a postular a ciertos beneficios que entrega el Estado. Por ejemplo, postular al subsidio para especialización de técnicos y/o profesionales o a becas para educación media y superior.

En Huechuraba 9.240 personas indicaron en la encuesta Casen 2011 que pertenecían a la etnia mapuche, lo que equivale al 10,76% de la comuna. Iris dice que hay muchos mapuche no reconocidos, que les da vergüenza o temor admitir que son indígenas y por lo tanto no participan en los eventos tradicionales. “A nosotros no nos dicen mapuche, nos dicen el indio o la india y hay gente que todavía tiene miedo a esa discriminación. No falta el chistoso que te molesta. El otro día iba con mi vestimenta y pasó un chistoso y me gritó: ‘¿Dónde es la fiesta?’ .Ya nosotros ni inflamos”, dice riendo.

Lonco tardío

En un estrecho pasaje de Maipú, donde solo puede pasar un auto a la vez, se observan dos filas de casas muy juntas, una en cada vereda. Juan Huenupil de polera negra sin mangas, jeans y zapatillas, moja el asfalto que pareciera aliviarse después de varias horas bajo los rayos del sol, en un día con 32 grados Celsius.

Es un hombre de 68 años de brazos fuertes y el estómago ancho. Metro 65 de estatura. El rostro moreno, los ojos hundidos y la nariz redonda. Tiene el cabello gris y casi a ras del cuero cabelludo, como si se lo hubiese cortado esa mañana.

Pasada la reja de entrada de su casa hay un espacio de dos metros por uno, colmado de plantas: en maceteros, en el suelo, en el techo y en las paredes. Su perra Manchita salta sobre el pecho de los visitantes en señal de saludo. Es una quiltra blanca con manchones negros, orejas chasconas y ojos dulces.

Para entrar a la casa, tras abrir la puerta debe traspasar una cortina de bambúes. Lo primero que se ve es el living con tres sofás negros. Dos largos, de metro y medio cada uno, colocados uno frente al otro. En el tercero cabe una persona y se ubica entremedio de los dos grandes. Los tres están cubiertos por una tela de género negra. “Para que no se ensucien”, explica Huenupil.

Juan se sienta en uno de los sofás largos, detrás de él se ve la subida de las escaleras. Del respaldo y la baranda cuelgan instrumentos mapuche que se utilizan en las ceremonias. Un cultrún, tambor ovalado que solo puede ser usado por las machis o las mujeres con dones espirituales; una trutruca, trompeta redondeada; y un tralilonco, cintillo que se coloca en la frente. También cuelga una fotografía de unas montañas sobre un lago.

Juan nació en la provincia de Cautín, ubicada en La Araucanía. Se crió hasta los 15 años en la comunidad mapuche Boliche. A los 16, poco después de que muriera su padre, Celestino Huenupil, se trasladó a la capital en busca de trabajo. Juan es el menor de 13 hermanos, dice que los mayores se vinieron primero, porque sus padres no los podían mantener a todos.

Cuando llegó a Santiago su hermano mayor, le consiguió trabajo en la pastelería Muria, que quebró en 1965. Trabajó casi dos años limpiando bandejas y maquinarias en ese lugar. Ahí también, perdió el pulgar, el dedo índice y el medio de la mano izquierda, cuando tenía 17 años. “Eran las tres de la tarde y estaba ayudando a limpiar el rodillo de una máquina. Se me cayó la virutilla dentro. Nadie me dijo que era peligroso y metí la mano. Cuando me di cuenta, el rodillo ya me la estaba sacando”, relata Juan. Estuvo con licencia médica tres meses.

El 72 se empleó en la empresa de telas Yarur donde estuvo 18 años. Después fue guardia de seguridad durante 14 años y hoy trabaja de jardinero en la Ciudad Satélite, en la comuna de Maipú. “Yo tuve que luchar desde muy joven para surgir. Nosotros (los mapuche) no tenemos mucha educación, pero somos inteligentes y tenemos buena memoria. Así salimos adelante”, explica Juan.

“A mí me probaron en sueños: estaba en una laguna y tenía que subir un cerro alto y de pura piedra roja. No había donde sujetarse. Mi señora me acompañaba, ella iba adelante y llegamos hasta la punta”. Así describe Juan Huenupil el proceso para convertirse en Lonco.

Su esposa, Gregoria Millán (68), está en la cocina amasando. Prepara empanadas para su nieto que hoy está de cumpleaños. Gregoria también es mapuche, se crió en Galvarino, una ciudad perteneciente a la provincia de Cautín. Conoció a Juan en una fiesta en Quinta Normal cuando ambos tenían 24 años. Según Juan era común que las personas de provincia se reunieran allí. Se casaron en la capital sin ceremonia mapuche. Tienen tres hijos, siete nietos y dos bisnietos. Juan comenta arrepentido que a ninguno de ellos les traspasó la cultura.

“A mí se me había olvidado mi origen, no le tomaba importancia a mi gente antigua. Me olvidé de las costumbres, porque me dedicaba a puro trabajar”, confiesa Juan. Dice que en su tierra aprendió el mapudungun, pero que nunca asistió a celebraciones mapuche, porque sus padres se lo tenían prohibido hasta que cumpliera 18 años. La pareja se conectó con las costumbres de su pueblo hace ocho años. “Un día fuimos al consultorio y se nos acercó una señora mapuche con un cuaderno. Me dijo: ‘caballero usted es mapuche, de la sangre de nosotros ¿Por qué no van a participar a la comunidad?.’ Ahí nos entusiasmamos y empezamos a ir”, cuenta él.

Juan entró a la colectividad y en seis años se convirtió en lonco de toda la comunidad mapuche de Maipú. Dice que en la comuna hay otras asociaciones que dicen tener loncos, pero que son falsos, porque él fue elegido por Nguenechén. “A mí me probaron en sueños: estaba en una laguna y tenía que subir un cerro alto y de pura piedra roja. No había donde sujetarse. Mi señora me acompañaba, ella iba adelante y llegamos hasta la punta”, relata y agrega: “Ella también tiene su don y por eso estaba ahí para ayudarme. Si yo me enfermara ella tendría que hablar en mi lugar”.

Cuando Gregoria era niña tenía visiones, algo muy común en las mujeres que están destinadas a convertirse en machi por el llamado de Nguenechén. Sin embargo, su familia no le prestó atención. “Una machi me dijo que tenía un don, pero ya era muy vieja para convertirme”, dice ella. Al ignorar el llamado espiritual Gregoria comenzó a enfermarse, pero le hicieron un machitún, ritual donde se cura a los enfermos y pidieron disculpas a Dios por rechazar el llamado. Si bien ella no es machi, al haber nacido con el don está autorizada a tocar el cultrún en las ceremonias.

Hace dos años el primer lonco de la comunidad le dijo a Juan que iba a renunciar para volver al sur. Quería dejarlo a él como el nuevo líder. Fueron a un guillatún en la Araucanía donde la machi, luego de consultar a Nguenechén, aprobó su coronación. “Me cambiaron el tralilonco por uno con diseño especial. Me saludé con el primer lonco, él se retiró y quedé yo”, cuenta.

En el Parque Municipal hay un espacio para reuniones y ceremonias mapuche. “Tenemos una ruca chica. Queremos hablar con el alcalde para que nos ceda un espacio del terreno que sea exclusivamente de nosotros, que no nos muevan. Queremos construir una ruca más grande”, explica Juan, pero aún no tiene fecha de reunión con el edil.

Juan dice que es necesario que ellos tengan un lugar propio para manifestar su cultura, para que sean valorados. “Los winkas no tienen respeto con los mapuche. Nosotros tenemos que luchar por él”, concluye. Afuera se escuchan los gritos eufóricos de la victoria de Colo Colo contra la U.

Sobre la autora: Stephanie Elias Musalem es Periodista UC y escribió este artículo como su trabajo final en el curso Taller de Crónica impartido por el Profesor Gonzalo Saavedra.